
Porfirio Díaz, un estadista maquiavélico (Parte I)
Porfirio Díaz se constituyó a lo largo de treinta y cinco años como un estadista de corte autoritario, encabezando las riendas del gobierno nacional desde finales de 1876 hasta principios de 1911. Constructor de un verdadero sistema político mexicano que operó bajo una red de relaciones e interacciones entre diversos grupos de poder a través de formas y reglas informales, pudo establecer un régimen estable, pacificador y desarrollador que el país no había visto desde su creación en el año de 1821 tras la obtención de su independencia de España.
Para contribuir al dicho de que Díaz realmente operó como un verdadero estadista al estilo del siglo XIX, traeremos a colación algunas máximas que Nicolás Maquiavelo dejó expuestas en su obra filosófica titulada El Príncipe—donde éste da una guía de buenas prácticas a implementar para que los gobernantes puedan convertirse en verdaderos hombres de Estado y así alcanzar el objetivo de conservar el poder y construir una nación sólida—, específicamente de los capítulos VI (De los principados nuevos que se adquieren con las armas propias y el talento personal), XV (De aquellas cosas por las que los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o censurados), XVII (De la crueldad y la clemencia; y si es mejor ser amado que temido, o ser temido que amado) y XVIII (De qué modo los príncipes deben cumplir sus promesas), poniéndose en comparación con algunos pasajes de la vida política y militar del “Héroe del 2 de abril”.
Cabe mencionar que es poco probable que Díaz haya leído dicha obra en algún momento de su vida y que haya forjado su pensamiento político en una teoría filosófica en concreto. Aunque él mismo se suscribía bajo la ideología liberal del siglo XIX, no era adepto a seguir las reglas puritanas de las teorías; Díaz era más que nada una persona que se inclinaba en la acción práctica de las cosas guiadas por su propia intuición, esto debido a su naturaleza miliciana y a su “carente cultura”. El historiador Daniel Cosío Villegas describe que esta personalidad de don Porfirio “lo condujo a desconfiar del mero especulador, del argumentador, del teórico, del palabrista o amante de las palabras”; él tenía una “inclinación a preferir la ejecución de las cosas que idearlas, imaginarlas, planearlas y sobre todo discutirlas”. Esta afirmación de Cosío Villegas hay que reflexionarla con detenimiento desligando los juicios ideológicos del autor, ya que es claro que Díaz si era una persona que tenía la habilidad de planear e idear estrategias, pero sin llegar a ser un ideólogo; un ejemplo de ello es el desarrollo del Plan de La Noria y el Plan de Tuxtepec, ambos proclamados en Oaxaca.
Esto queda expuesto en algunos diálogos de la entrevista Díaz-Creelman. En ella el Presidente de la República afirma que se ha “preservado la forma republicana y democrática de gobierno […] defendido y guardado intacta la teoría. Sin embargo, hemos adoptado también una política patriarcal en la actual administración de los asuntos de la nación, guiando y restringiendo las tendencias populares […]”. A pesar de que él mismo cree (o al menos eso es lo que trata de comunicar) en los sistemas democráticos, piensa que “llevarla [a la democracia] al terreno de la práctica sea posible sólo en pueblos altamente desarrollados”, como lo es Estados Unidos. Como se mencionó anteriormente, Díaz es un hombre de acción nato que no se detiene en llevar las reglas teóricas de forma estricta, sino que se adapta a la practicidad de lo requerido: “las teorías abstractas de la democracia y la efectiva aplicación práctica son a veces, por su propia naturaleza, diferentes”. En síntesis, para don Porfirio las “meras teorías políticas, por sí solas, no crean una nación libre”.
Y por supuesto que así era para él, ya que en su gobierno se mantenía en estricto apego de las formalidades de la Constitución, pero en la práctica, para mantener el poder y el control político se llevaban a cabo articulaciones fuera de la ley. La maquinaria electoral porfirista es ampliamente conocida por llevar a cabo un sin número de elecciones, en las cuales la mayoría estaba sujeta a la voluntad presidencial, y en los casos regionales hacia la de los gobernadores.
Los candidatos y futuros poseedores de los cargos públicos y de elección popular en la estructura institucional del país a nivel federal, y en algunos casos, regional, eran aprobados por Díaz, no por la voluntad del pueblo viéndose reflejada en los comicios, aunque esto en la lógica del presidente, su voluntad personal se traducía en la voluntad de las masas. La frase “el Estado soy yo”, atribuida al Rey Sol, Luis XIV, le queda “como anillo al dedo” a Porfirio Díaz en la construcción del Estado mexicano.
Podemos afirmar que el actuar de Díaz emanaba directamente de su olfato político (haciendo alusión al concepto del zorro maquiavélico), y veremos cómo esta habilidad encaja de manera adecuada a lo aconsejado por Nicolás Maquiavelo.
La toma de un principado por medio de un “ejército victorioso”
Comencemos entonces con lo referido acerca de la obtención de los principados nuevos a través de las armas propias y el talento personal. En el capítulo VI de El Príncipe, Maquiavelo da muestra con ejemplos históricos de lo que implica para un gobernante hacer uso de la fuerza militar en la misión de obtener un nuevo Estado, lo cual por lo general, resulta en una empresa exitosa, siempre y cuando se libren las grandes dificultades, que por supuesto, si el gobernante es astuto, podrá sortearlas con éxito.
Haciendo alusión a estos principios, podemos suponer que México cumple con las características de ser un principado nuevo, ya que para la época de 1876, el país tiene apenas cincuenta y cinco años de existencia; es relativamente joven y por sus múltiples inestabilidades políticas no ha tenido la oportunidad de tener un desarrollo pleno como nación. Por otro lado, Díaz es un veterano de guerra con la ambición personal de alcanzar la cumbre máxima del poder, y tiene la ventaja de contar con la experiencia previa de un levantamiento fallido que le permite estar mejor preparado; así mismo, las afinidades y lealtades de la mayoría de los mandos militares del país hacia su persona crecen aún más de las que ya tenía en 1871, esto ocasionado por el vacío de poder que deja Lerdo tras no poder llenar los zapatos de Juárez al frente de la presidencia y su tendencia ideológica radicalizada inclinada más al conflicto que a la reconciliación. Es por eso que podemos ver a militares que combatieron a Díaz en la Revolución de La Noria, ahora unidos y suscritos a la Revolución de Tuxtepec, como es el caso de Sóstenes Rocha.
La astucia política y militar de Díaz la podemos ver reflejada en la concepción del levantamiento armado de Tuxtepec. Por medio de alianzas logra aglutinar a gran parte de la facción militar del liberalismo triunfante a su causa (disfrazada en el principio de la no reelección), y así puede eliminar a sus adversarios políticos, Lerdo de Tejada y José María Iglesias, que le obstaculizan la obtención de la presidencia (el principado).
Díaz es consciente de que los individuos durante los conflictos que pueden afrontar sus gobiernos, ya sea en tiempos de paz o de guerra, estos tienen sus propias ambiciones personales que los harán tomar uno u otro bando. Y él es lo bastante hábil para reconocer los deseos de los caudillos militares de los cuales necesita su apoyo para constituir su ejército. Díaz será la figura en la cual estos militares encontrarán la vía esperanzadora para el cumplimiento de sus anhelos, a cambio de lealtad incondicional, además de que con Díaz, las políticas juaristas y lerdistas que tenían por objetivo licenciar gran parte de la plantilla del ejército para hacer frente a las penurias económicas, se verían posiblemente eliminadas.
Sobre este punto, retomando nuevamente la entrevista de don Porfirio con James Creelman, en una parte de ella el presidente menciona que “la ambición puede ser buena o mala, pero no es, en el fondo, más que una ambición personal. El principio de un gobierno verdadero es descubrir cuál es ese motivo y el gobernante nato debe buscar, no para extinguir, sino para regular, la ambición individual […] Yo he tratado de seguir esta regla en mis relaciones con mis compatriotas […] He tratado de descubrir qué es lo que el individuo quiere”. No cabe duda de que Porfirio Díaz tenía perfectamente afilado su sentido para manipular sus relaciones de poder con sus súbditos.
Con esa premisa, podemos seguir el análisis sobre que Díaz tenía las condiciones necesarias para obtener su nuevo principado; contaba con su propia astucia manipuladora y un ejército veterano curtido en la Guerra de Reforma y en la lucha de Intervención Francesa. A eso sumemos que Lerdo no tenía la capacidad necesaria para conducir un gobierno reconciliador y reconstructor, y la aplicación de sus políticas avecinaban nuevos conflictos internos de larga duración que pondrían nuevamente en peligro la integridad de la nación. Como se mencionó anteriormente, Díaz se encontraba en el momento justo, con los recursos necesarios, para que su revolución triunfara y le diera el poder obtenido por la fuerza.
El propio Díaz aceptaba que había tomado la silla presidencial gracias a que usó la fuerza bruta militar; él dijo que recibió “este gobierno de manos de un ejército victorioso, en un momento en que el país estaba dividido y el pueblo impreparado para ejercer los supremos principios del gobierno democrático”. Pero don Porfirio no era alguien a quien se le fueran los cabos sueltos. Una vez que terminó de imponer la paz porfiriana en el territorio nacional, más a la fuerza que por convicción propia, gracias a que usó a su ejército en una intensa persecución y eliminación de los principales grupos de sediciosos, insubordinados, rebeldes y criminales, que ponían en riesgo la gobernabilidad, al comenzar su tercer período presidencial les redujo su grado de influencia en la sustentación de su poder político y decidió que su legitimación debía de emanar de la ciudadanía; así lo confesó en su entrevista con Creelman: “a pesar de que yo obtuve el poder principalmente por el ejército, tuvo lugar una elección tan pronto que fue posible y ya entonces mi autoridad emanó del pueblo”.

Porfiro Díaz sabía que era arriesgado tener a su ejército con demasiadas fuerzas una vez alcanzada la pacificación del país, ya que esto en un momento dado, podría revertírsele con algún caudillo militar que ambicionara la presidencia y la quisiera tomar con un golpe de Estado, algo muy común en el siglo decimonónico. Conforme lo fue creyendo necesario, Díaz fue delegando a los caudillos tuxtepecanos en puestos políticos regionales, siempre y cuando estuviera probada su lealtad; a unos más, se les retiró de todo mando de tropa e influencia política a cambio de libre vía para el desarrollo de sus negocios para amasar nuevas fortunas.
De igual manera, Díaz completó lo que las políticas de los civiles ilustrados del liberalismo en tiempos de la República Restaurada vislumbraban para el ejército federal: lograr una disminución en la tropa y reducir su costo generado al erario; a su vez, él decidió añadir otro punto, la modernización. “El propósito fue contar con un ejército pequeño pero moderno, lo que se logró cuando el ejército permanente quedó integrado por 25,000 elementos de tropa bajo el mando de 2,855 oficiales, jefes y generales. En términos porcentuales totales, la reducción del ejército federal entre 1884 y 1910 fue de 25%; en términos relativos, la de oficiales superiores de 52% y subalternos 31 por ciento”.
Retomando el texto de El Príncipe, Maquiavelo nos muestra el caso de Hierón de Siracusa “que de simple ciudadano o llegó a ser príncipe” con la ayuda de su astucia y un ejército. Este comandante “licenció el antiguo ejército y creó uno nuevo; dejó las amistades viejas y se hizo de otras; y así, rodeado por soldados y amigos adictos, pudo construir sobre tales cimientos cuanto edificio quiso; y lo que tanto le había costado adquirir, poco le costó conservar”; este ejemplo encaja perfectamente en lo que hizo Díaz entre sus dos primeras presidencias. Redujo al ejército tuxtepecano y lo modernizó; a sus antiguos compañeros de armas de mayor renombre los fue distanciando, sustituyéndolos con nuevos perfiles aún más leales, como lo fue Bernardo Reyes, que a pesar de no haberse sumado a la revuelta de Tuxtepec, gracias a su inmensa lealtad y buen servicio, fue escalando en la jerarquía porfiriana.
Sintiéndose seguro del control del ejército, poco a poco lo fue excluyendo de las tareas principales de seguridad, dejando los asuntos internos a la policía rural. El presidente, de ahora en adelante, solo usaría al ejército para reprimir a las amenazas que los rurales no podían hacerles frente, como los caudillos militares y políticos, que operaban algunos al interior de la República y otros al exterior en la frontera con Estados Unidos, y también a los grupos de lucha social indígena como los mayos, yaquis y mayos, que no eran afectos a la forma de su gobierno. Después de todo, Maquiavelo así lo aconseja en el trato hacia con los súbditos: “los pueblos son tornadizos [por consiguiente los ciudadanos o los individuos]; y que, si es fácil convencerlos de algo, es difícil mantenerlos fieles a esa convicción, por lo cual conviene estar preparados de tal manera, que, cuando ya no crean, se les pueda hacer creer por la fuerza”.
Esta medida, aunque efectiva, a la larga le costaría a don Porfirio que en la última etapa de su gobierno, su ejército fuera descuidándose y haciéndose poco efectivo, esto sumado también a que para su administración, colocaba a militares de poco poder como secretarios de Guerra y Marina que eran poco interesados en reformar a la milicia, para evitar los ascensos de popularidad de nuevos caudillos; uno de los casos excepcionales fue el general Bernardo Reyes, quien fue destinado por Díaz como ministro durante el periodo de 1900 a 1902, un tiempo efímero, ya que el mismo presidente influenciaría para hacer que Reyes renunciara tras sus éxitos altamente alabados por la prensa nacional como la construcción de la Segunda Reserva y la reorganización de la moral, el espíritu de cuerpo y disciplina en la tropa, que le habían valido grandes apoyos populares que lo mostraban como un posible sucesor del presidente. Al dejar en estas condiciones al ejército, y expurgarlo de comandantes efectivos, este no pudo hacerle frente ni a la revolución maderista ni a la carrancista, causando su total derrota y desaparición en 1914.
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Nota: La mayor parte de la información del artículo, fue tomada de las obras de Daniel Cosío Villegas, Luis González y González y Luis Medina Peña que tienen sobre el Porfiriato.